miércoles, 2 de julio de 2014

Mi paradoja preferida.

Ella era una paradoja, lo era. Que cuanto más viva te parecía más muerta estaba por dentro. Que su pelo rojizo te hacía pensar que era fuego, que nada podía dañarla; pero sólo bastaba una visita a su mirada para ver que aquello era mentira. Después su pelo oscureció, y el negro te hacía pensar que ya era un reflejo de su alma. Pero algo pasó, y su mirada empezó a brillar. Ya no fingía, la podías ver feliz.

Y entre visita y visita a su mirada algo floreció en mí (creo que era cariño). Y empecé a quererla, empecé a sentir que esa paradoja era imprescindible en mi vida (de alguna forma mi vida también era una paradoja). Empecé a darme cuenta que sin ella yo no podía completar mi poema (entiendo poema como mi vida), que faltaba algo; y, es que, al fin y al cabo ¿qué es de un poema sin su paradoja? 


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