lunes, 24 de febrero de 2014

Ver reír a la tristeza

No sabía su nombre, me gustaba llamarla Tristeza. Hacía honor a su nombre (que aunque no fuera suyo, yo ya la había designado con él).

Días y semanas pasé observándola. Y decidí llamarla así porque, aunque riera a carcajadas, la tristeza se veía reflejada en sus ojos. Me gustaba verla reír, me gustaba ver reír a la tristeza.

Me pasé tanto tiempo observándola que podría dibujarla con los ojos cerrados.

Me pasé tanto tiempo reteniendo sus movimientos en mi retina; su forma de caminar, su forma de apartarse ese mechón de pelo que le caía en su cara cuando no paraba de reír, la forma en que intentaba esconderse en ella misma, la forma en que mostraba todas sus inseguridades al mundo aunque el mundo fuera incapaz de observar ninguna de ellas; pero yo sí. Y la amé con todas ellas, y me enamoré de sus defectos (casi tanto como de sus virtudes).

Y ella nunca lo vio, y siguió ocultándose pero a la vez mostrando todo lo que hacía que no se quisiera, con la esperanza de que alguien supiera quererla, que alguien pudiera salvarla.
Sus ojos, su sonrisa, sus movimientos, sus cicatrices pedían a gritos (pero con un admirable silencio) que la salvaran.

Pero nadie supo hacerlo.

Nadie pudo salvarla.

Excepto ella misma.


Y no lo hizo. 

jueves, 13 de febrero de 2014

Tormenta interior

Después de la tormenta llega la calma, dicen. Y ella llevaba tiempo esperando esa calma y la tormenta de su interior (que empezó siendo un simple goteo) iba cada vez a peor. Llovía y llovía, pero siempre llega la calma. Siempre, y se aferró a esa esperanza como a un hierro ardiente. Aunque estuviera empapada y, muchas veces, su lluvia llenara su interior y tuviera que salir. La gente le llamaba llorar, ella lo llamaba inundarse (de dolor, de penas o yo qué sé). Y así pasó el tiempo, intentando que su tormenta particular se acabara y llegara esa calma.

Porque sí, siempre llega. 

miércoles, 5 de febrero de 2014

Incertidumbre.

No lo sé, quizás esto sea un laberinto sin salida o un pozo de esos que cuando piensas que has tocado fondo, te vas más abajo. Quizás las promesas que se hicieron ya no existen y sólo queda la esperanza de que todo vaya bien por el azar. Quizás todo sean apariencias y el mundo esté más roto que yo por dentro. Quizás, no sé. Y es esa incertidumbre la que me consume, el no saber si esto tiene final. Si estoy cayendo y cayendo para llegar algún lugar o, simplemente, caeré hasta que me destroce por completo. Necesito que alguien entre en mi y pueda ver todo lo que está estropeado y logré arreglarlo; que alguien ordene el desastre de mi interior.

domingo, 2 de febrero de 2014

Que este momento sea infinito.

Que sobren las palabras y que los silencios sean cómodos. Que nada importe pero que todo sea relevante. Deshacernos poco a poco, en cada beso y en cada caricia. Poder deshacer cada nudo, quitar cada espina y hacer que el dolor se desvanezca. Recomponer esas piezas que quedaron por el camino y fuimos recogiendo con la esperanza de que algún día podríamos volver a ponerlas en su sitio, y ese día ha llegado.
Y perdernos sin salir de la cama. Y contarnos historias aunque sean inventadas ¿qué más da? Si la cuestión es oír nuestras voces e interrumpir la conversación con algún que otro beso. Y acariciarnos hasta gastarnos la piel. Contarnos los lunares como el que cuenta estrellas cuando no puede dormir. Que sobre la ropa y que nunca falten las sonrisas. Que esta noche sea eterna. Que todo desaparezca a nuestro alrededor. Que no necesitemos comida, agua o dinero; que nos alimentemos a base de besos. Que esto no acabe, que no nos perdamos por caminos diferentes que no se volverán a unir. Que lleguemos a viejos y podamos contarnos las arrugas. Que este momento sea infinito. 

Inocentes y miedicas.

De pequeños, no ocultamos nuestros miedos; al contrario, los mostramos, así mamá o papá nos abrazan y, de repente, todo cambia. Es como si los brazos de nuestros padres fueran muros infranqueables dónde estamos seguros y, ni el monstruo que está dentro del armario o debajo de la cama nos pudiera tocar. Desde esos brazos somos los más valientes del mundo.
Entonces, crecemos (y todo empieza a estropearse). Crecemos y tenemos miedo de mostrar nuestros propios miedos, ¡qué ironía! Hay que ser fuertes y ahí estamos, como un ejercito de los más duros, millones de adolescentes idénticos, fingiendo ser felices. Ocultándonos tras bromas y sonrisas falsas. Ni siquiera nos planteamos si aquella chica que se sienta al lado nuestro en clase, aquella que todo el día está sonriendo, llega a casa y rompe a llorar encerrada en el baño, durante horas. O si el chico que siempre lleva sudadera tiene millones de cicatrices; será friolero, piensas. Qué inocentes. Inocentes y miedicas, lo tenemos todo. Pero seguimos así, ocultando todo porque siempre es más fácil que dar explicaciones, ¿o no? Ni siquiera lo sabemos. Nunca nos hemos parado a dar explicaciones: o no te escuchan o no te entienden. La cuestión es tener una excusa suficientemente buena como para que sirva de justificación de ese miedo a mostrar nuestros miedos.