No sabía su nombre, me gustaba llamarla Tristeza. Hacía honor a su
nombre (que aunque no fuera suyo, yo ya la había designado con él).
Días y semanas pasé observándola. Y decidí llamarla así porque, aunque
riera a carcajadas, la tristeza se veía reflejada en sus ojos. Me gustaba verla
reír, me gustaba ver reír a la tristeza.
Me pasé tanto tiempo observándola que podría dibujarla con los ojos
cerrados.
Me pasé tanto tiempo reteniendo sus movimientos en mi retina; su forma
de caminar, su forma de apartarse ese mechón de pelo que le caía en su cara
cuando no paraba de reír, la forma en que intentaba esconderse en ella misma,
la forma en que mostraba todas sus inseguridades al mundo aunque el mundo fuera
incapaz de observar ninguna de ellas; pero yo sí. Y la amé con todas ellas, y
me enamoré de sus defectos (casi tanto como de sus virtudes).
Y ella nunca lo vio, y siguió ocultándose pero a la vez mostrando todo
lo que hacía que no se quisiera, con la esperanza de que alguien supiera
quererla, que alguien pudiera salvarla.
Sus ojos, su sonrisa, sus movimientos, sus cicatrices pedían a gritos
(pero con un admirable silencio) que la salvaran.
Pero nadie supo hacerlo.
Nadie pudo salvarla.
Excepto ella misma.
Y no lo hizo.
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