domingo, 2 de febrero de 2014

Inocentes y miedicas.

De pequeños, no ocultamos nuestros miedos; al contrario, los mostramos, así mamá o papá nos abrazan y, de repente, todo cambia. Es como si los brazos de nuestros padres fueran muros infranqueables dónde estamos seguros y, ni el monstruo que está dentro del armario o debajo de la cama nos pudiera tocar. Desde esos brazos somos los más valientes del mundo.
Entonces, crecemos (y todo empieza a estropearse). Crecemos y tenemos miedo de mostrar nuestros propios miedos, ¡qué ironía! Hay que ser fuertes y ahí estamos, como un ejercito de los más duros, millones de adolescentes idénticos, fingiendo ser felices. Ocultándonos tras bromas y sonrisas falsas. Ni siquiera nos planteamos si aquella chica que se sienta al lado nuestro en clase, aquella que todo el día está sonriendo, llega a casa y rompe a llorar encerrada en el baño, durante horas. O si el chico que siempre lleva sudadera tiene millones de cicatrices; será friolero, piensas. Qué inocentes. Inocentes y miedicas, lo tenemos todo. Pero seguimos así, ocultando todo porque siempre es más fácil que dar explicaciones, ¿o no? Ni siquiera lo sabemos. Nunca nos hemos parado a dar explicaciones: o no te escuchan o no te entienden. La cuestión es tener una excusa suficientemente buena como para que sirva de justificación de ese miedo a mostrar nuestros miedos.

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